El lunes almorcé en La Pascuala, un bar del Cabanyal famoso por sus grandes bocadillos. Lo tenía en mi lista de restaurantes pendientes de visitar desde hacía meses, pero hace poco me desafiaron... ¿que no iba a ser capaz yo de comerme el bocadillo completo? Eso había que verlo... y a para allí que fuimos.
A escasos metros de la playa, me encuentro con un bar antiguo aunque con encanto, repleto de universitarios, trabajadores y curiosos como nosotros, que pedimos mesa antes de salir de casa y avisamos que íbamos con carro (lo del carrito de bebé en restaurantes merece una entrada aparte).
En la mesa nos esperaban unos cacahuetes y unas aceitunas. Pronto nos tomaron nota de la bebida. Y mientras ojeábamos la carta de bocadillos, llegó la bebida.Todo parecía ir sobre ruedas. Pero no.
Pedimos los dos bocatas enteros. Era un desayuno-almuerzo-comida y si nos sobraba, nos lo llevábamos para casa. Rafa pidió el Super de buey. O sea, entrecot de buey, queso manchego, cebolla, jamón (en lugar de bacon) y tomate. Yo me quedé con el Clásico (tortilla de patatas con tomate, sin queso).
Tardaron en llegar los bocatas. Bueno, el mío 15 minutos más que el de mi marido. Cuando llegó, lo partí en 3 trozos y me lo comí con ansia. Entero, sí. ¿Quién dijo que no iba a poder? Pero sabéis lo peor: no me gustó demasiado. La tortilla estaba sosa (creo que llevaba algo de cebolla porque la noté hasta dulce). De hecho, era más bien un revuelto de patatas bravas (sin salsa). Aun así, yo me lo comí entero. Y aún me sobró para tomarme un cortado.